Cuando comenté la temporada 2, ya dejé claro que esta secuela era tan innecesaria como entretenida. Bueno, pues actualizo: sigue siendo innecesaria, pero ahora además es predecible hasta decir basta. Esta tercera temporada, que aparentemente pone punto final a la serie (aunque, visto lo visto en la última escena, ya me huelo que aún les queda cuerda para seguir ordeñando la vaca), nos deja los últimos seis episodios.
La historia arranca justo donde lo dejamos, con ese final de la segunda tanda que prometía un giro, una sacudida, una bocanada de aire fresco… Ingenuo de mí. El protagonista, que en teoría se había empoderado y venía con ganas de dinamitar la organización desde dentro, se convierte en este último tramo en un despojo humano, un trapo emocional que carga con toda la culpa del universo. Pasa la mayoría de los episodios como un espectador pasivo, hasta que –cómo no– en los dos últimos capítulos despierta del letargo para agarrarse a lo único que le puede seguir importando y para concluir una de las subtramas secundarias.
La serie no es que haya caído en picado. Es más, cumple lo que promete: un grupo de desgraciados jugándose la vida en versiones psicópatas de juegos infantiles mientras sus traumas personales saltan a la palestra en medio de baños de sangre coreografiados. En eso, chapó. Si lo tuyo es el morbo y el sadismo con envoltorio de crítica social, adelante, es tu serie. Pero a mí, esa fórmula ya me cansa. ¿El problema? Que los personajes que quedan no generan ningún misterio. Se ve venir a kilómetros quién muere, cómo y cuándo. Las subtramas, que en la temporada anterior eran lo que más me atrapaba, ahora están desarrolladas como por obligación, con calzador, como si alguien hubiera dicho: "Ey, nos sobran veinte minutos por capítulo, mete un drama aquí y otro allá". ¿Resultado? Tramas que no llevan a nada, más allá de rellenar metraje. Todo suena a “esto hay que cerrarlo porque lo abrimos antes”. El tema del tráfico de órganos se queda colgado en el limbo, como si alguien hubiera perdido las notas del guion, la soldado que ayuda al jugador con su hija enferma... previsible y descafeinada. ¿Dónde quedó la potencia de ese personaje? La trama del policía… una soberana gilipollez que acaba, una vez más, en absolutamente nada, los VIPs y su destino... cero cierre ni chicha ni limoná, el segundo al mando de la organización tampoco evoluciona ni lo justo, la chica embarazada y el momento parto con bebé hecho por CGI más cantoso que un efecto especial del año 2002 se convierte en la excusa para ponernos intensitos con la filosofía existencial de baratillo… en fin.
Y ya que estamos con lo filosófico: sí, el gran “plot twist” final intenta convencernos de que aquí lo importante no es la sangre ni los juegos, sino el sentido de la vida, el honor, la moral y la psicología profunda. A mí no me gustó nada ese viraje existencial. Puede que a otros les fascine ese rollito de "¡Oh, mira qué profundidad!" en cada muerte, en cada frase susurrada al borde del abismo… pero para mí, lo único que consigue es inflar el guion con toneladas de aire caliente Y no es culpa de la serie, no. Es culpa mía, por creer que esto iba de acción, aventura, terror y épica, cuando en realidad lo que busca es plantarte delante del espejo y hacerte pensar en la condición humana.
Pero no todo es carbón, ojo: la serie sigue siendo hipnótica, atrapa, no lo voy a negar. Cada episodio engancha por la pura extravagancia de los juegos, que son sin duda el mayor logro de la producción. En estos seis episodios, tres nuevos juegos salen a escena. Y, aunque sepas quién palma desde el minuto uno, te quedas pegado a la pantalla esperando cómo caerá y de qué forma retorcida se va a ir al otro barrio. Esa tensión, ese sadismo color pastel, funciona. Y los VIPs, qué decir… Son unos auténticos cabrones de manual, inhumanos, odiosos, y lo peor: impunes. Ni castigo, ni redención. Pero claro, es parte del mensaje: sin ellos, la crítica social que persigue la serie quedaría coja.
En cuanto a las
interpretaciones, pues lo que cabe esperar de una serie coreana de este tipo.
Son histriónicas, los gestos están sobreactuados hasta la caricatura, pero en
su contexto tienen su gracia. A mí me sigue chocando ese estilo tan exagerado,
pero bueno, va con el paquete.
Y llegamos al final… ¡Ay, el final! Una última escena que me dejó ojiplático. No porque me emocionara, no os flipéis. Sino porque no esperaba ver a cierta actriz famosísima (que no revelo para no joderle la sorpresa a nadie) haciendo lo que hace, en ese lugar tan fuera del contexto oriental habitual. ¿Consecuencia? Blanco y en botella: esto va a seguir. El juego se globaliza, salimos de Corea y nos vamos a tragar una versión internacional, probablemente con aires más occidentales. Netflix, siempre al acecho, no va a renunciar a la gallina de los huevos de oro.
Además, el cierre general antes de llegar a esa secuencia final tiene más de 25 minutazos de metraje, dedicados a cerrar arcos como si fuéramos idiotas. Cada subtrama se remata con lacito, sin disimulo, como diciendo: “¿Veis? ¡Todo está conectado y todo tiene sentido!”. En resumidas cuentas, esta temporada no es una tercera parte, es la segunda parte de la segunda parte, troceada vilmente por Netflix para tenernos enganchados. Y sí, el espectáculo sádico sigue siendo lo mejor. La narrativa… sencillamente se disuelve como un sobre de Nesquik en leche fría.
Lo mejor: Los juegos, cada vez más rebuscados;
la miseria moral de los VIPs; las muertes grotescas y teatrales; y esa tensión
constante que, hay que decirlo, te mantiene en vilo.
Lo peor: La trama principal y las subtramas se
diluyen como si les diera vergüenza existir. Todo el rollo
filosófico-metafísico ahoga el ritmo y convierte la serie en una colección de
escenas intensitas que se ven venir desde la otra punta del planeta. Algunos personajes
acaban siendo insufribles.